junio 20, 2004




Cuchillos de alto carbonizado
Sabatier


Con un movimiento simple a medio estómago del enemigo, trazado en diagonal ascendente, algunas armas blancas de la Edad de Bronce extirpaban el paquete intestinal completo. No por la fuerza de los guerreros que la portaban, muy cuestionable en épocas de hambruna y plagas enviadas por Yahvé; sino por el diseño de primitiva balística, la hoja de hierro serpenteante y la firmeza de su empuñadura. Más cercana en el tiempo, no por ello menos clásica, la daga de los guerreros Gurhka sirvio para despanzurrar a centenares de ingleses en lo que hoy es Nepal, Siglo XVIII.

En el imaginario de nuestra civilización, que prohíbe la venta de armas blancas, los viejos sables y dagas han mutado en modernos utensilios para el hogar, sustituyendo el ansia de las batallas por el bona fide de las amas de casa. Líneas de vanguardia como Sabatier, Oneida y AG Russel hacen de la alta cocina su gettho fantástico, con el gatazo visual de sus productos que superan exigentes riesgos de limpieza y precisión. Este juego profesional de cuchillos, de un material inédito, arremete sobre la herbolaria doméstica como un cardumen de barracudas.

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junio 01, 2004

SE VIENE LA EURO
Futbolista de escritorio pincha la memoria, echa sus mentiras y exagera los remates art-deco de Patrick Kluivert.

1


Un día antes de que el Barcelona visitara al Chelsea inglés en los Cuartos de Final de la Liga de Campeones 2000, me hospedaba en un pequeño hotel de Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua, al borde de una colina empedrada desde la que puede verse el corazón productivo de la Sierra Madre Occidental, una boutique carrancista y puestos de paletas. La tarea consistía en recorrer el estado con fulminante acertividad, hablando de abstracciones tales como el improductivo financiero en bóveda y el plazo de permanencia en un Fondo de Inversión de Renta Fija. Saqué cuentas. Me perdería el juego en ese hotel, que ofrece toallas de suavidad irreal, almohadones, empanadas de higo... pero no ESPN. A menos que, antes del anochecer, Ciudad Cuauhtémoc diera lo que tenía que dar. Abordé el ùltimo autobús rumbo a Ciudad Delicias, más discurrida y cristalina. La ruta Cuauhtémoc-Delicias es una media suástica al Sureste, de asbesto quebradizo, por la que emigra una eterna caravana de mastodontes Dina, Greyhound, John Deere.

Sublime experiencia: tres horas de quietud para darse un chapuzón al fùtbol europeo. Un fólder retacado con ensayos, reportajes y crónicas bajados de la Red, siempre mal impresos. La Ley Bosman deshebrada con astucia por los abogados de www.Iusport.es. La furia sin rostro de los hooligans que se aglutinan y viajan por el continente, tomando ciudadelas y plazas. El perfil gestual de cada liga y su proyecto excluyente. Esteroides en la liga italiana que confía su evolución a la dianética. Memorabilia y realeza en Britania que respeta como nunca el balón a ras del césped e importa el mejor talento del Mediterráneo. El rimbombante nombre de los noruegos Kjàtil Rekdal, Ole Gunner Solskjaer y el lagarto flexible Toré André Flo. Masajes, diagnósticos y cirugías al físico de Luis Figo... Me deslumbró por primera vez la prensa deportiva europea, ante todo la española y en particular la de El País, a cuyo buen gusto me hice adicto. Algo hizo clic. No había que esperar el Mundial y la Euro para armar una idea consistente del fùtbol contemporáneo: ahora tenía mi propio lego. Revestir, focalizar el fenómeno, sobrevolar de la pasión al dogma, de la interpretación a la estadística, de la plástica deportiva al juego literario.

En la madrugada, el mamut llegó a Delicias. Por intervención de mi papá de las montañas Pepín De la Peña, logré cupo en el Fiesta Inn, enorme y cosmopolita en desproporción con el entorno. Alfombras en patrón hexagonal, tapetes color fiusha; un amplio desayunador que alhoja parvadas de señoras en grupos de ocho, diez, doce; un minibar con periódicos de ayer y antier; una guacamaya en su jaulota. Y una pantalla gigante apuntando a la nada. Conectada a satélite, a ESPN, a casa del Chelsea: la caldera londinense del Stamford Bridge que exhuma sospechosos vapores y ruge su soberanía a los visitantes. En la pesquisa ideática de un martes al norte mexicano, el Chelsea pegó primero al Barcelona (3-1).

Desde el cuarto 110 del Hotel Sicomoro en Chihuahua, para el juego de vuelta, el Barcelona de Louis Van Gaal con su casting lujoso y furibundo revertió la llave (5-1), en un despilfarro de galopante fútbol poético. Otras tres palabras serían: bivalvo animal cósmico. Fue Pep Guardiola, con su fùtbol diligente y cuerdo, fueron Rivaldo y Figo: Guardiola juega como islote de grasa en el agua, Rivaldo tensa la resortera y Figo invade el cuerpo del rival con o sin el aval de la ONU. El último y decisivo gol fue un frentazo sin escrúpulos de Patrick Kluivert, que explotó semanas de éxtasis contenido con el rictus indescifrable, dramático, de haber llegado por error al centro de la Tierra, o de no haberse podido ir, como William Dafoe en el cartel de Platoon.

Los catalanes saboreaban su inminente Liga de Campeones, la segunda en cien años. Pero se reventaron las compuertas. El Barca se descarriló ante el supersónico Valencia, catapultado por Gaizka Mendieta, Claudio López y un alud de carismáticos que, tal vez asustados, cedieron el derecho a alzar la copa al Real Madrid. A su vez el Real Madrid, que inició el año muy guango, retomó autoridad venciendo al favorito de todos, el Manchester United de Alex Fergusson, en un evento desproporcionado por lo que el Madrid venía haciendo en su liga y eléctrico por lo que alteró la global balanza de poderes.

Terminó la temporada. Se vino la Euro 2000 —como cariñosamente aprendí a llamar a la antigua Eurocopa de Naciones— con la expectativa a medio pelo, en primera porque los clubes europeos, al despedir a sus futbolistas sudamericanos y africanos, quedaban semidesnudos, y en segunda por la baja vibra de la edición 1996. Rivaldo, Redondo, Kanu y Verón tomaron el vuelo a casa, llevándose el fútbol. Por fortuna, los protagonistas de la Euro se fueron soltando las correas, contagiados, en el mejor evento internacional desde México 86.

El Hotel Sicomoro de Chihuahua es —en mi memoria nómada— consustancial a la semifinal Francia vs Portugal, de la que se esperaba un retorcer de fierros al chocar Zidane y Figo, pero cuando esto sucedió sonaron como dos copas de Zeller Schwarze Katz cosecha del 73. Un monitor que mañosamente alteramos en una sucursal bancaria de la Avenida Aldama nos sumergió en la nebulosa Arena de Ámsterdam el día en que Italia echó a Holanda, con un puñal clavado en lo más blando de la ética competitiva. Nunca vi a futbolistas tan doctos como Kluivert, Frank De Boer y Dennis Bergkamp errar tantos “pases a la red”, como define al gol míster Duncan, de quien se hablará más adelante. Fue triste andar las banquetas de la Avenida Aldama, porosas de humedad, cabizbajo y de corbata, solidario con los oranje, que borraron de un plumazo la tercer gran camada de su historia. La Avenida Aldama ni se inmutó, sigue tan plácida; el fùtbol holandés aùn no se recupera.

2

La primera vez que vi jugar a Patrick Kluivert, bastante tarde, en 1997, supe que para entenderlo había que andar en piyamas. El narrador de aquel partido hizo un notable esfuerzo por ensalzar la milicia del fútbol europeo y se refería a Kluivert como el Bombardero, el Artillero y el Atacante, sin que Kluivert mostrara ganas de atacar a nadie, por el contrario se veía con ilusión de cohabitar en la cancha de fútbol y danzar con absoluta dulzura hasta el amanecer. Sin embargo, el discurso beligerante lo exhibía como futbolista inmaduro. Tal vez lo era, pero no en el sentido que me lo hacían ver. Daba la impresión, frente a los armazones lingüísticos a los que debía entallarse, que al holandés le faltaba tamaño, valor, cascarón.

Kluivert trota en el área rodeado de facoqueros cuando le tiran un centro. Patrick se desmarca en línea perpendicular, en la dirección contraria, y el balón se pierde. El narrador acusa la “falta de colmillo”, nostálgico por Gerd Muller y Paolo Rossi que “en lugar de salirse, encaraban”. Me refiero a apariencias, a sordas voces, a colgajos de marimba en Tebas, porque una semana después el mismo narrador elogió el “gran olfato de gol” de Hugo Sánchez en imágenes de archivo del Real Madrid, en las que Hugo enloquecía a sus defensores con idénticos, diabólicos desmarques a contraflujo, desgañitándose en piropos.

El glosario futbolístico que por décadas esculpió en nuestra cabeza la televisión nacional —primordialmente Televisa, y lo presume— es un coctel de patologías, vacíos de sentido y tics idiomáticos que apenas se sostiene ante un leve examen monográfico, y del que no es fácil zafarse. Me dirán lo que sea, pero el fùtbol se encarna en la psique antes de los diez años de edad por el cariño tomado a la pelota, de la que uno se desencanta o se enamora alrededor de los quince, y en lo sucesivo, sea por afición o por oficio, se cuestiona muy poco. Además en Latinoamérica, por razones de identidad y también para no complicarnos la vida, celebramos el fútbol de barrio, fiestero, espontáneo y sin escuela, sujeto totalmente a la genética, que produjo benditamente a Maradona y es capaz de gestar a Marcelo Gallardo y Jesús Arellano. En un contexto más heterodoxo, Holanda inculca en sus juveniles el fútbol aprendido —sus razones tendrán, igual de chacoteras— que sabe reflexionar a la luz de otros campos del conocimiento pero no está exento de almíbares teóricos, moho curricular, flacidez e incluso aburrimiento.

Patrick Kluivert, que no se parece a nadie, juega fútbol de alcoba. Fútbol para andar en piyamas. No digo que Kluivert sea la maravilla que faltaba, pues en plenitud no alcanza el nivel de los miniaturistas Marcelo Salas y Emilio Butragueño, ya no digamos Romario. Pero a lo largo de su carrera se le ha sometido a intolerantes juicios de valor, todos de corte clásico, de los que siempre sale y saldrá debiendo. Le acecha un estigma ya no futbolístico sino sexual. Cuando cae un defensor para quitarle la pelota, cae también un ramalazo de ébano: “¡Que corras de una pieza, hombre!”, le dice. El factor belleza pesa en una cancha de fútbol como parásito en el zoo. “Aquí no importa si le entiendes”, solía decir míster Duncan, animador del espíritu integrista del Mar de la Plata, el delta futbolístico más fértil del planeta. Míster Duncan, de quien se hablará posteriormente y mucho.

Gran cabeceador, bailarín contenido, alma de pozo, serpiente y barullo. Creo que si dejara en paz a William, comiera menos flan y rentara mejores películas, Kluivert sería más femenino. Iría con más arrojo, sin tanta reverencia; menos soldado raso, más hembra indolente. Triste confusión la de Patrick Kluivert que no cabe en el umbral reaccionario de FIFA. “En cinta, Pat, menos seguridad”, se lee en el manuscrito de un fan, que guardó por razones no explícitas. “Olvida el granito, busca las orillas”, y Patrick lo ignoró. En un mundo paralelo, similar al Dos Cuarenta que propone míster Duncan, de quien se hablará más adelante, Kluivert sería un futbolista muy feliz. En éste, el trastocado y fenomenológico mundo de los “trofeos por levantar”, es un gran rematador con personalidad a medias.

Me valen los trofeos por levantar. Lo que fascina del fútbol organizado es el tramo que separa el dichoso trofeo de las ganas por llegar a él, que cataliza y enciende una paleta impensada de dramas y virtudes, la pelota de por medio. A Kluivert se le marcó como el futuro del fùtbol holandés al anotar el salvífico gol del Ajax en la final de la Copa Europea de 1995, y desde entonces se dice —aunque podría ser una gran mentira— que sus virtudes no se expanden al máximo porque a su generación le falta un gran trofeo por levantar. Sería hermoso ver a esta Holanda ganar una Copa del Mundo, pero las virtudes se expanden o se inhiben por razones íntimas. Algo que se anuda muy dentro. Ternura; ésa es la palabra.

¿Por qué la palabra ternura despierta escarabajos en la cráneo? ¿Qué diablos tiene que ver el sexo con la norma de los ríos? Ternura dio Lou Reed al nervio de avenidas eléctricas. Ternura movió a Hélder Cámara a renovar el servicio postal humano en las favelas de Brasil, por llamar de algún modo a las ganas de compadecerse por el otro. Ternura es lo que suda la pantalla de cine cuando vemos a Almir Podgorica, a Fumiko Honma, a Anabella Sciorra. Ternura es el minúsculo ‘shhht’ que emite una célula al dirigirse con otra, compartiendo información logística y numérica según las tiernas hipótesis de Bonnie Bassler. Ternura se le anuda muy dentro a Patrick Kluivert. Lo priva de transparencia y lo reduce a goleador eficaz, tal como lo aplaude FIFA. Eficaz pero menesteroso.

La ternura, como escribió Zeg Hällemburg en una carta al Juez, sucede en aguas cristalinas y se corrompe en aguas turbias, lo que no es mucho decir, así era Hällemburg. Más clara la opinión del portugués Merardo Asís: la ternura es un vuelco irrestricto en la ficción de las cosas. Un portero a quien Kluivert hizo cuatro goles en dos juegos, dijo que el moreno era imposible de anticipar porque “ataca de espaldas a la portería”, descripción chocante en otras latitudes. Un periodista de Nueva Zelanda lo definió como “adherencia incorporada”, y pidió a sus detractores que no lo compararan más con Jüergen Klinsmann porque para llegar del alemán al holandés había que deshacernos del caballo y quedarnos con el puro jockey.

Visto en perspectiva, Kluivert es un buen tótem de la ancianidad de ideas del fútbol organizado y sus instituciones. Aspira cada verano al ‘Pichichi’ de la Liga Española, es el máximo goleador en la historia de su selección —ya viene Ruud Van Nisterloy— y no tiene sustituto en el ataque del Barcelona que muta en tridentes, incubadoras y rombos de los que siempre forma parte. Pero, por más punch que le mete, es un crack aproximado. Y qué bien. Desconozco su línea genealógica ascendente, aunque la supongo. No la familiar, sino la línea transversal del universo mendeliano. Espero que Patrick sepa de dónde viene y hacia dónde va; de no ser así, le recomiendo buscar pista a sus orígenes y apropiaciones, los vasos comunicantes de sí mismo. En el trayecto hallará pastores luteranos, asesinos díscolos, herbolarios, chefs, médicos del bosque, inmigrantes y marineros en el ramaje de su árbol genealógico. No muy lejos le aguardan, con la mano abierta, Francisco Rabelais doblado de la risa y nada menos que Falopio, el de las trompas.


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